14 de abril

Un día como hoy me encuentro en Vélez Málaga por motivos festivos y por ello quiero recuperar un pasaje de la escritora y filósofa veleña, María Zambrano, que estuvo presente aquel 14 de abril de 1931 en Madrid y vivió la fiebre que se desencadenó con la proclamación de la II República. En su libro de memorias, Delirio y destino, plasmó con su prosa brillante aquel día histórico y nos dejó un capítulo memorable: «14 de abril». Queremos revivir su lectura hoy, 92 años después:

.

Era una extraña mañana; apenas nadie en esa vía central que hace las veces de río, del gran río que Madrid no tiene, que es el Paseo de la Castellana, pequeño Sena de asfalto. La ciudad se retraía en un silencio ambiguo. Se sabía que se estaban celebrando algunas entrevistas entre personajes destacados de la política intelectual y de la política inteligente, para tender un puente sobre aquel abismo abierto en la vida nacional. La realidad estaba ahí en forma de hecho; el conflicto de tan largo curso se había reducido a un problema. Y cuando así sucede, las soluciones han de llegar instantáneamente, no admiten espera. Es el instante último en que la inspiración ha de hacer sentir su voz salvadora.

El consejo era claro, y no era la primera vez que lo oía Su Majestad: abdicar… No había otra solución desde hacía tiempo, mas, en aquel instante, la solución había de ser resolución. Cuando el conflicto se explícita en términos claros, matemáticos y al par apremiantes, el tiempo cuenta en forma inminente. No es el «será más adelante», sino el «ahora», «ya», como la muerte cuando llega: no puede diferirse. Había calma, una calma absoluta; nadie tenía que actuar sino aquellos que intentaban la salida más honrosa, que tendían el puente entre el pasado que se iba y el presente insoslayable. Y el pueblo, es decir, todos, España toda, esperaba; se retiraba en un último instante para dar aún ese minuto al que debía tomar la resolución, para dejarle esa última acción a efectuar, para no declararlo difunto.

Pues no se quiso en modo alguno ejecutar la sentencia ya formulada; no estaba en el ánimo de nadie, de nadie, la muerte de la persona del que aún se llamaba rey, ni tan siquiera la ejecución de «la persona real»; era él quien había de hacerlo; se le exigía que respondiese activamente, que «diera la cara»; que se decidiese. Era el final adecuado de aquel largo proceso, que no se había tramitado por la violencia. No fueron las armas quienes jugaron, ni siquiera esa otra arma de los tiempos modernos que es la movilización de la masa obrera, la huelga que paraliza la vida, quienes llevaron la situación hasta el extremo en que se encontraba. Había sido la simple manifestación, realidad viviente llevada a la conciencia, aupada hasta la claridad limpia de la conciencia, una verdadera manifestación de la razón histórica, sin aditamento de violencia. Una hora ejemplar en que se consumaba un largo y angustioso proceso histórico; uno de esos raros momentos en que la historia se manifiesta en forma personal, al modo de una persona. Por eso había sido un conflicto y ahora era un problema.

Pues la historia se manifiesta en drama o en tragedia, en su forma habitual. En la tragedia antigua el protagonista era un semidiós, una estirpe y, por fin, un individuo —un individuo en trance de nacer—: la historia no parece haber superado esa fase todavía, esa fase trágica en la cual el destino sobreviene sorprendiendo desprevenida a la conciencia, un destino que rebasa la visión, un destino en parte ciego. Mas hay horas privilegiadas en que la conciencia se ha adelantado, como en la vida personal sucede. La máscara trágica es persona cuando sabe su papel entero, cuando lo inventa, lo crea o lo conduce. Al hombre le cuesta trabajo, mucho trabajo, llegar hasta ahí, ser, en verdad, persona. La historia… En este Occidente cristiano, descubridor de la vida personal —¡qué importa decirse o no cristiano para que ésa sea la fe común!—, la historia sólo en instantes raros se eleva hasta el punto antitrágico. La conciencia ha tomado sobre sí al destino; lo ha hecho entrar en la conciencia, lo ha conducido hasta su máxima claridad; entonces el nudo trágico es conflicto y, cuando el pensamiento lo ha precisado en hechos —porque la realidad viviente, las pasiones, han sido obedientes al mandato de la conciencia—, entonces el conflicto es problema. Y se es hombre, entonces, humano si se prefiere así.

Y, bien mirado, cuando tal cosa sucede no se trata de un proceso antitrágico, sino el desenlace de la tragedia; es el momento en que el conflicto trágico se manifiesta porque el protagonista se reconoce. No sabía quién era y por eso no sabía lo que había hecho; había obrado de «buena fe», «no sabía lo que hacía». Había peste en la ciudad y las Suplicantes estaban allí ante la puerta del Palacio; como tenía buena fe, escuchó al mensajero que le daba la razón de la peste, de aquella peste que él quería curar y que emanaba de su propia persona. Y cuando oye, sabe quién es, y el coro aguarda; lo dejan solo para que suelte la máscara y se haga persona, para que afronte la verdad. Nadie ejecuta la sentencia; es él solo, él mismo. Por eso encuentra la piedad, la conciencia del coro que piadosamente le asiste. «¡Oh, tú, el más desgraciado de los hombres!». Pues ¿qué mayor consuelo que oírse decir o decirlo, sin que nadie lo rebata en el instante en que la verdad se consuma: «eres —soy— el más desgraciado de los hombres», aunque no sea exacto, aunque haya habido, porque siempre hay, alguien más desgraciado? Pero eso da categoría que sostiene en la desgracia. ¡Si todos los que cometieron crímenes por no saber lo que se hacían escucharan, en el minuto terrible en que ya saben lo que han hecho, esa voz de la conciencia que no acusa ya, que se hace piedad!

¿Supo él, su Majestad, lo que había hecho, lo que había hecho de su majestad, de la majestad otorgada por la Gracia de Dios y por la Ley de los hombres? ¡Qué terrible identificación! Y tampoco él tenía enteramente la culpa; pesaba el destino, el destino que la monarquía arrastraba hacía más de un siglo en España, Su situación había sido también ambigua. ¿Había sido por la Gracia de Dios y por condenación del destino, había sido condenado a ser rey? Quizá había sido así y él no lo sabía, aunque debió de sentirlo; pero su delito era aquella desgana con que cumplía su función, aquel hurtarle el hombro a la responsabilidad, aquel jugar con los hombres y los acontecimientos como si estuviese en el secreto de algo, en el secreto de la inanidad de su historia, de su majestad.

¿Qué hora estaría pasando? ¿Cuál sería su monólogo? No era hombre de monólogos. Era ese tipo de español protagonista de «la decadencia» que huye, como de la peste, de la duda; de esa duda para la que hace falta tanta fe y se agarra al vacío, se abraza a su inanidad con tal de no pasar por la duda, de no afrontar el conflicto de ser y no ser, nuestro peor pecado; el que se enseñoreó de la vida española desde… Debió de ser en el siglo XVII, cuando nace Don Juan, héroe de la inanidad, el «Burlador» del destino a fuerza de suerte: «¡Oh, sí, no he tenido suerte! ¡Tuve mala suerte y aquél, aquél la tuvo buena!». Todo es cuestión de suerte y de ser listo para irla sorteando, hasta que llega un día de frente y ya no es posible sortearla: ¡hay que identificarse, amigo!

Sí; era coherente que fuese así nuestro rey, el que tuvo que apurar el conflicto decisivo frente a una España identificada ya consigo misma que le aguardaba consciente y piadosa, como el coro de la tragedia ejemplar. ¿Qué haría?

Todo era posible. A lo menos era lo que se pensaba y aún más se temía sin decirlo. Todo era posible. Porque todo es posible en una tal hora: que venza la conciencia y el conflicto se apure hasta el fin y la resolución llegue; que se rechace el conflicto y, volviéndose hacia la suerte, se desate el drama, se despeñe el proceso histórico en el abismo del destino ciego; la suerte desata la fatalidad.

No se percibían señales de temor, sin embargo, de que «todo era posible» y nada se sabía; rumores, rumores; quizá unos cuántos iniciados, protagonistas; pero ellos trabajaban con la conciencia que exigía a la máscara que se convirtiese en persona.

No se percibían señales de temor, porque… no podía haberlo. Vivíamos el momento más lúcido del sueño, el que responde al dicho «obrar bien que ni en sueños se pierde», solución única de que el peor delito sea el haber nacido. ¿Iría a perderse? Nadie lo pensó, porque había sido aún más que eso, había sido lo más que el hombre puede hacer: soñar bien; despertar soñándose… Soñar bien que ni en la historia se pierde. ¿Cómo dudar cuando se está en lo más lúcido del sueño, identidad de vigilia, conciencia e inspiración? Sólo cuando la historia inspirada se ha despeñado en la fatalidad ciega es cuando tal pregunta atraviesa el alma con su frío de espada. Esta es otra duda, la angustiosa duda de haber sido abandonado, de que la fatalidad pueda más que la conciencia: soñar bien, ¿de verdad se pierde? ¿Es que puede perderse haber obrado bien aun en un sueño, hasta el punto de que el sueño mismo sea bueno? ¿Es que se podrá perder para siempre?

La certidumbre del sueño bien soñado es superior a la que proporciona la vigilia, esa vigilia diaria, especie de sonambulismo, ese dormir con los ojos abiertos, dormir sin soñar, o ese arrastrarse bajo el peso de una pesadilla; la pesadilla en que deja el sueño bien soñado al que lo soñó, cuando implacablemente ha sido empujado al no ser nada, cuando no acaba de ser real. Cuando se ha soñado bien y se pierde, es que el mundo está hechizado.

Pero en aquel instante España estaba libre del hechizo de los malos encantadores que le habían sustraído el alma, su voluntad; las había recobrado puras y enteras; era de nuevo «virgen», «la España virgen» rescatada de los malos encantadores, la España liberada del hechizo.

¿Qué iría a pasar?

El tranvía bajaba desde el Hipódromo bordeando el río de asfalto, a la una de la tarde. Apenas algunas personas caminaban con el paso del que va a cumplir un encargo en silencio; no había grupos en los andenes, y los cafés de Recoletos y la Calle de Alcalá aparecían desiertos; el asfalto como un espejo reflejaba un cielo claro de primavera; un automóvil negro y brillante se deslizaba lentamente, casi como una góndola por un quieto canal; como una de esas góndolas negras y silenciosas empujadas por un viejo y experto gondolero, cojo como todos, que llegan deslizándose ante la puerta de un palacio y, deteniéndose, dice con el gesto más que con la voz: «Vamos, señor, es hora».

Siguió así el ambiente de la ciudad todo ese mediodía. Mas, a las tres de la tarde, la ciudad salió de su retiro; y la Calle de Alcalá iba llenándose de gentes que se juntaban en pequeños grupos, iban y volvían, revoloteaban, miraban a un lado y al otro, a ver si alguien llegaba o si algo hacía su aparición. Y, en vez de ir hacia la Puerta del Sol, aquellos grupos, cada vez más numerosos, más cercanos a ser una muchedumbre, bajaban hacia la Plaza de La Cibeles, la diosa de Madrid, que preside desde su carro; se la veía más que nunca bañada de aquella luz por momentos más intensa, más brillante, más azul. Otros grupos venían por Recoletos y otros desde el Paseo del Prado, de los muelles de Atocha, y otros descendían por la cuesta de Alcafe. En un instante, una especie de chispa eléctrica sacudió a todo y arrojó a la calle a los que se apiñaban dentro de los cafés. ¿Qué sucedía? Se corrió una voz. ¿De dónde? ¿Desde dónde venía la noticia? Y, en lugar de ir hacia arriba al Centro, a la Puerta del Sol, se apresuraban hacia La Cibeles. Eran las tres de la tarde. Y se vio a un hombre, a un hombre solo que en la torre del Palacio de Comunicaciones izó la bandera de la República. Y mágicamente comenzaron a desplegarse en la calle; mágica, instantáneamente aparecieron grupos por todas las bocacalles con banderas de todos los tamaños; seguían llegando, rodearon bien pronto a La Cibeles como en una danza ritual, cantando; surgió incontenible el grito una y mil veces repetido: «¡Viva la República!». Una extraña banda de música de menos de una docena de instrumentos, salidos de algún profundo de la ciudad como por ensalmo, dejó oír el Himno de Riego, como si lo estuviesen inventando; no había habido ensayos; vino cada cual con su modesto instrumento, y el himno salió concertado por una inspiración unánime, pues todos lo cantaban. ¿Quién se lo sabía, dónde lo habían aprendido? Como las banderas, surgía mágicamente, porque sí.

Mas ¿qué pasaba? ¿Había abdicado el rey? En verdad que nadie lo sabía ni nadie venía para decirlo; tampoco nadie lo preguntaba; era la resolución que ya estaba allí. La calle hervía de gente multicolor; nunca se vio una muchedumbre formada por trajes tan diferentes, hasta un grupo de marineros con todo el aire de haber bajado de uno de esos barcos que deben surcar el mar de Madrid. Los guardias civiles, quietos, sonreían; y de pronto surgió en alguien la inspiración; a ellos, a los odiados, los levantaron en hombros, al grito de «¡Viva la Guardia Civil!». Sí: «¡Viva la Guardia Civil!». Los guardias de seguridad miraban sin moverse; un grupo de a caballo parecía dar el beneplácito desde las alturas del destino. La bandera tricolor se rizaba contra el cielo azul sin una nube, de un puro azul de primavera, como un manto que envolvía a La Cibeles sin tocarla.

Mas, como haber, no había nada. No había sucedido nada allá en la Plaza de Oriente; alguien notó otra vez la presencia de aquel coche negro reluciente como una góndola, deslizándose entre la multitud. ¿Qué iría a pasar? ¿Qué iría a pasar todavía?

Volvió a su casa rápidamente; ya era una muchedumbre la que llenaba las calles, la Puerta del Sol y hasta la Calle Mayor. Mas era una muchedumbre compuesta de grupos, vecinos de los barrios, amigos, gente que confraternizaba de repente, obreros de algún taller que se habían echado a la calle; no era la masa uniforme de los entierros de algún personaje, ni de las manifestaciones; estaba compuesta por unidades de intimidad, como si en cada casa estuviesen festejando el santo de la madre o el aniversario de bodas o un bautizo y se hubieran vertido en la calle a festejarlo todos al mismo tiempo; una alegría única y reflejada de modo distinto en cada grupo según su condición, su clase social, su carácter o estilo. Y así había comparsas, verdaderas comparsas presididas por algún muñeco de cartón o un cartel con alguna imagen burlesca y su inscripción correspondiente; a veces el muñeco era de verdad; uno de ellos imitaba a algún personaje de la época que se iba y los demás le bailaban cantándole alguna copla o estribillo burlesco. Y se daba el caso de que, mientras el personaje real atravesaba en su coche aquella multitud, sin que nadie le molestara, el fingido iba recibiendo las burlas y hasta algunos palos, haciéndose el cojo. Y así toda la tarde; se avenían espontáneamente a representar al que se les aparecía con una figura cómica siniestra, como en el caso de algún militar destacado por la fuerza de las represiones; era una transferencia, la única noble: pasar el vituperio dirigido a otro, a uno mismo, representarlo, salvándolo de la prueba.

Salieron al fin; también ellos formaban su grupo al que se iban juntando amigos, compañeros de ella o de Carlos; todo el mundo se encontraba con los suyos en aquella hora de total presencia; entre la multitud que rebosaba la Puerta del Sol aparecían como milagrosamente todos los compañeros, los amigos, los que habían participado en aquellos años de pasión.

La multitud presentaba una forma distinta dos horas después. Seguían visibles los grupos, pero de unos a otros se extendían las manos, se cruzaban los dichos, y era ya como una guirnalda de corros engarzados unos en otros, como un gigantesco corro que daba vueltas, se rompía y se volvía a unir; no estaban siendo más de los que cabían en aquel espacio, no agolpados, sino unidos, y se distinguían las figuras formadas de hombres y mujeres, estrellas que formaban constelaciones, como si se repitiese abajo el mapa celeste, como si aquel redondel fuese el centro de la tierra que los pueblos antiguos delimitaban lo primero al hacer su ciudad, el Centro del Universo donde concentran su luz las estrellas, donde salen las almas de los muertos a mezclarse con los vivos, conector del cielo y de la tierra; de la vida y de la muerte.

Los tranvías se habían ido quedando parados, no había lugar para uno más, ni dentro de ellos para un ser viviente más, ni sobre su techumbre, ni sobre el tejadillo de la Estación del Metro. ¡Oh, cómo los envidiaban, eran los privilegiados! Se enracimaban los cuerpos humanos en los balcones, de pie en los barandales; festoneaban los áticos de todos los edificios, se erguían como bandadas de cigüeñas en los tejados, buscando respaldo en las chimeneas. Y seguían, seguían viniendo; más no era posible. Y ni un codazo, ni un pisotón, ningún tropiezo. Llegaron aún unas oleadas desde las calles Mayor y Arenal y, como el viento en un campo de trigo, se extendió la onda sonora: «Se ha ido, se acaba de ir, ahora, en este momento»… Y en este momento todas las cabezas se alzaron hacia arriba, hacia el Ministerio de la Gobernación; se abrió el balcón, apareció un hombre, un hombre solo, alto, vestido de oscuro traje ciudadano; sobrio, dueño de sí, izó la bandera de la República que traía en sus brazos y se adelantó un instante para decir unas pocas palabras, una sola frase que apenas rozó el aire, y, levantando los brazos con el mismo gesto sobrio, en una voz más sonora, como se cantan las verdades, gritó: «¡Viva la República! ¡Viva España!». Y, como una sola voz de mil registros, llenó el aire, subió hacia las nubes blancas, redondas, que habían venido también, el grito unánime «¡Viva la República! ¡Viva España!» una y otra vez; no acababa de extinguirse cuando nacía de nuevo «¡Viva la República!», una y otra vez en tonos diferentes, en cien registros como en un gigantesco y nunca oído órgano: «¡Viva la República!», como en una coral que entonaba todo un pueblo: «¡Viva la República! ¡Viva España!». Subía la voz a las nubes, y volvía a bajar; y así el aire estuvo lleno de esos gritos que, aunque ya no se hubieran repetido, estaban allí llenándolo todo. El cielo de abril dejaba caer su luz blanca, azul y blanca, hasta tocar transfigurando a la multitud. La luz era también de mil reflejos en un blanco único, toda la infinitud que hay en el blanco. En la blancura mágica destacándose, perfilándose en el cielo. Alta, alta ondeaba la bandera de la República ahora ya del todo desplegada. Y mirándola, fijó los ojos en el reloj de la torre. Eran las seis y veinte. Las seis y veinte de la tarde de un martes 14 de abril de 1931.

Sí; el rey se había marchado, a las seis en punto, decían, camino de Cartagena, en un automóvil solo. No había abdicado, dejó unas declaraciones. No abdicó, pero se quitó la máscara y la dejó allá, vacía. Arrojó la máscara y no dio la cara porque no podía; pero se sustrajo a sí mismo de la alegría de su pueblo en esa hora, se apartó para no hacer tropezar al destino; «reparó» como un indígena madrileño y se echó a un lado para que no hubiera ningún tropiezo. Antes un viejo pajarraco de los peores tiempos acudió al olor de la posible carnicería ofreciéndosele para lo que hiciese falta, para todo, echar la fuerza a la calle, en fin, él, quien se ofreció, sabía hacerlo. Pero dijo que no, «que no quería que por él se derramase sangre de españoles». Y se fue así, sin que una gota de sangre corriera por su causa. Sí, lo han llamado «Fernando VII y pico», pero no; no podrá figurar entre los peores; el Burlador escuchó al fin. Escuchó la voz de la conciencia o de la sangre; y ¿por qué no va a salvarse, Dios mío?… Se fue porque pudo, porque podía irse, porque no estaba atado como los criminales lo están a sus cómplices y al lugar del crimen. Era la hora del crimen; y no lo hizo. ¡Descanse en paz!

Y allá en el Palacio Real, agrandado por el desfile de «leales», estaba la reina. Se corría la voz: «Está sola, es una extranjera y nunca se metió en nada». Y algunos: «Pobre, con lo guapa que es, estará llorando». Y el mar de la multitud innumerable bajaba en oleadas al parecer incontenibles hacia la Plaza de Oriente, y, al llegar a su borde, se retiraba; ninguna de aquellas procesiones, ningún cortejo triunfal pasó ante el Palacio, que tenía guardadas las puertas, allí en los mismos lugares de siempre, por muchachos de la Federación Universitaria y de las Juventudes Republicanas, a pie y sin armas. No hacían falta; nadie cruzó la acera; ni siquiera se enfrentó de lejos con aquella soledad, a la que no se podía dar compañía. El Conde de Romanones permaneció a su lado y la acompañó a la mañana siguiente del otro día hasta la Estación de El Escorial; por el camino se cruzaron con un camión repleto de gente que cantaba su alegría enarbolando una bandera republicana; cuando se dieron cuenta de que era la Reina la que allí iba, bajaron la bandera y guardaron silencio. Cuentan que ya en la estación dijo a aquel pequeño grupo que la acompañaba —un general siguió con ella hasta la frontera por orden del Presidente Alcalá Zamora—, cuentan que dijo, enjugándose una lágrima: «Un día tan hermoso como éste entré en España». Sí; España no pudo hacer por ella más que despedirla con el mismo hermoso sol con que la recibiera.

A veces se ha comentado que el rey la dejó sola, pero también esto lo hizo porque podía, porque podía dejarla confiada a ese pueblo.

Subía aún la pleamar. Llegaron hasta los barrios extremos. No estaban vacíos del todo; vibraban a diferencia de aquellos días de Carnaval en que quedaban hundidos en una ausencia de muerte; a diferencia también de los domingos con sus tardes vacías atravesadas por el juego de la pelota de algún grupo de muchachones. No había luz de domingo, esa luz quieta que nos dice, aun en medio de la mar, que es domingo y, sobre todo, domingo por la tarde. La tarde de un día de fiesta en los barrios alejados es la comprobación de que sea de verdad una fiesta, y todos los domingos somos demasiado pobres para celebrarla. Y no era tampoco una fiesta, sino una gloria que se repartía hasta los últimos rincones; toda la ciudad respiraba; había alegría para todos y en todas partes. Para todos…

En la Puerta del Sol los grupos se renovaban incesantemente, como si la ciudad toda hubiese de pasar por aquel lugar, por aquel Centro mágico. Bajando por un costado de Gobernación llegó un grupo de obreros como danzando. Uno de los que lo formaban se destacó dirigiéndose a alguien que pasaba, y le dijo en tono levemente interrogativo:

—Viva la República, ¿verdad?

—Sí. ¡Viva la República!

Mientras, los demás revoloteaban en su danza improvisada.

—¡Y viva España!

—¡Claro, viva España!

—¡Que sí, que viva España, que viva la República!

Y alzando el puño, en un comienzo de ira, con voz un poco ronca:

—¡Y muera…! Pero no, que no muera nadie, que viva todo el mundo. ¡Sí, viva el mundo, que vivan todos, todo el mundo! —con la voz por momentos más clara.

Y alzando los brazos al cielo, dejando el pecho al descubierto, ofreciéndolo como si estuviese frente al Universo él solo, aún gritó:

—¡Viva todo el mundo!

La luz de un foco eléctrico le bañaba de arriba abajo; se reflejaba en su camisa blanca, blanca, de tan blanca la misma blancura.

Deja un comentario